
Por Roberto Coria
Antes de iniciar, una aclaración: no pretendo insultar las creencias de nadie ni herir susceptibilidades. Menos en este Jueves Santo, según la Cristiandad.
El verdadero horror, según Clive Barker, se encuentra en un altar, sangrando por la redención de nuestros pecados. Cuando era niño, siempre me impresionó la imagen crucificada de Jesucristo, con su expresión agonizante, y esos enormes clavos en sus manos y pies. Lo mismo le sucedió a John George Haig, el popular asesino serial británico apodado –gracias a los medios de comunicación, como hablamos en el pasado- El vampiro de Londres. El homicida y estafador confesó, antes de acudir a la horca en 1949, que:
…de noche, en la cama, cerraba los ojos y volvía a ver el Cristo torturado sobre la cruz. Miraba el crucifijo en la iglesia, y a veces veía la cabeza coronada de espinas, a veces el cuerpo entero de Cristo, de cuyas heridas brotaba copiosamente la sangre. Me sentía horrorizado.
En tiempos recientes, el actor y cineasta australiano –caído en desgracia- Mel Gibson nos brindó su visión de los hechos que culminaron en la muerte del Mesías en La Pasión (Italia-Estados Unidos, 2004), cinta que bien podría inaugurar un subgénero del cine de horror que llamaríamos biblical gore. Y es que la crucifixión, suplicio que se remonta hasta las culturas egipcia y hebrea, buscaba no sólo la profanación del cuerpo y eventual muerte del condenado, sino su humillación definitiva, el total envilecimiento. “En Roma, en Grecia, pero también en Oriente, el condenado a muerte, previamente azotado, debía cargar la cruz hasta el lugar de su ejecución”, nos recuerda Martin Monestier en su libro Penas de muerte (Planeta, 1994). El autor continúa:
O, más exactamente, estaba obligado a cargar el patibulum; es decir, el larguero superior de la cruz, pues el larguero vertical, el poste, estaba ya plantado a la llegada del condenado y de los verdugos […] En el lugar del suplicio, el condenado era atado al instrumento de muerte mediante cuerdas, y por lo general con clavos […] En los casos en que era clavado, se obraba de la misma manera, clavándole previamente las manos al ajusticiado sobre el patibulum y, una vez que estaba suspendido, se le clavaban los pies […] Los clavos nunca se clavaban en el hueco de la mano, pues el peso el cuerpo habría podido desgarrar la palma y liberar el miembro. Siempre se fijaba a las muñecas, a partir de dos procedimientos. Si el verdugo tenía alguna experiencia, hundía el largo clavo a través de un estrecho espacio rodeado de huesos, llamado el espacio de Destrot por los anatomistas modernos. La punta ensanchaba este espacio sin romper nada, a no ser que el nervio mediano resultara seccionado, lo que tenía como efecto crispar el pulgar hacia el hueco de la mano. Si el verdugo era menos hábil, se conformaba con hundir el clavo en la muñeca, entre el radio y el cúbito. Pero en los dos casos, la ligadura se revelaba sumamente resistente. En cuanto a los pies, éstos se clavaban según diferentes maneras, Podían serlo uno junto al otro, cada uno fijado por su clavo, o superpuesto uno a otro, o incluso con las piernas separadas como en las crucifixiones cuadrangulares.
Doloroso en extremo, sin duda. Ejemplo claro del ingenio del hombre para infligir dolor y humillación al otro, pero también de su incapacidad para convivir con las creencias que se oponen a las suyas. ¿Les suena conocido?
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Roberto Coria es investigador en literatura y cine fantástico. Imparte desde 1998 cursos, talleres, ciclos de cine y conferencias sobre estos mundos en diversas casas académicas. Es asesor literario de Mórbido. Escribió las obras de teatro “El hombre que fue Drácula”, “La noche que murió Poe” y “Renfield, el apóstol de Drácula”. Escribe el blog Horroris causa. En sus horas diurnas es Perito en Arte Forense de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal.
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