
Por Roberto Coria
El título de la entrega de hoy no tiene nada que ver con The perks of being a wallflower (Las ventajas de ser tímido, o algo así), la novela de Stephen Chbosky transformada por él mismo en un largometraje bautizado así en nuestro país por nuestros magos del subtitulaje. En cierta manera, el cambio es pertinente. Resume el drama de sus protagonistas y el sentimiento de muchos jóvenes en esta generación. Recordemos al Chico Invisible (Kel Mitchell), miembro del ensamble de superhéroes inadaptados conocidos como los Hombres Misteriosos (Kinka Usher, 1999), cuyo poder residía en pasar inadvertido por los demás. Esa analogía –ser invisible- es uno de los sueños inconscientemente acariciados por muchos. Ser testigos de las acciones de los demás, sin que se enteren de nuestra presencia, nos cause responsabilidades ni nos perjudique. Cuando vamos al teatro, por ejemplo, presenciamos una parte de la vida de los personajes que están en el escenario sin que ellos se den cuenta.
Ese deseo fue cristalizado por el escritor inglés Herbert George Wells en su quinta novela, El hombre invisible (1897), publicada primero de forma periódica en el Pearson´s Weekly y aparecida en un solo libro el mismo año que Drácula de Bram Stoker. La sed de fama, fortuna y notoriedad del poco escrupuloso Griffin abrevia bien los excesos y la irresponsabilidad de algunos miembros de su gremio. Ya desde el primer párrafo del texto, el autor nos advierte algo anómalo:
Transcurrían los primeros días del helado febrero y abriéndose paso a través de los fríos vientos y la espesa nieve, el desconocido llegó caminando desde la estación ferroviaria de Bramblehurst. Era la última nevada del año. Su mano izquierda cargaba un pequeño maletín negro. Iba cubierto totalmente de la cabeza a los pies, y su sombrero de fieltro escondía completamente su faz, dejando solamente ver la punta de su brillante nariz.
Y al poco tiempo, el misterio se revela:
Tome –dijo, y dio un paso adelante extendiéndole algo a la señora Hall, que lo aceptó automáticamente, impresionada como estaba por la metamorfosis que estaba sufriendo el rostro del huésped. Después, cuando vio de lo que se trataba, retrocedió unos pasos y, dando un grito, lo soltó. Se trataba de la nariz del forastero, tan rosada y brillante, que rodó por el suelo. Después se quitó las gafas, mientras lo observaban todos los que estaban en el bar. Se quitó el sombrero y, con un gesto rápido, se desprendió del bigote y de los vendajes. Por un instante éstos se resistieron. Un escalofrío recorrió a todos los que se encontraban en el bar […] Aquello era lo peor de lo peor. La señora Hall, horrorizada y boquiabierta, después de dar un grito por lo que estaba viendo, salió corriendo hacia la puerta de la posada. Todo el mundo en el bar echó a correr. Habían estado esperando cicatrices, una cara horriblemente desfigurada, pero ¡no había nada! Las vendas y la peluca volaron hasta el bar, obligando a un muchacho a dar un salto para poder evitarlas. Unos tropezaban contra otros al intentar bajar las escaleras. Mientras tanto, el hombre que estaba allí de pie, intentando dar una serie de explicaciones incoherentes, no era más que una figura que gesticulaba y que no tenía absolutamente nada que pudiera verse a partir del cuello del abrigo.
Todos recordamos ambos momentos en su emblemática adaptación cinematográfica homónima, dirigida en 1933 por James Whale. Ahí era interpretado por Claude Rains (de quien mayormente escuchamos su voz). Como un homenaje, así fue llamado un personaje de la extinta teleserie Héroes (2006-2010), personificado por el actor Christopher Eccleston, quien era un antiguo agente de La Compañía que tenía el poder de la invisibilidad. Pero regresaremos a la novela. Al poco tiempo, el extraño recibe voz:
Soy un hombre invisible. No es ninguna locura ni tampoco es cosa de magia. Soy realmente un hombre invisible. Necesito que me ayudes. No me gustaría hacerte daño, pero, si sigues comportándote así, no me quedará más remedio. ¿No me recuerdas, Kemp? Soy Griffin, del colegio universitario […] Un estudiante más joven que tú, casi albino, de uno ochenta de estatura, bastante fuerte, con la cara rosácea y los ojos rojizos. Soy aquél que ganó la medalla en química.
El hombre invisible no era una hermana de la caridad. El aire simpático que le dieron en películas animadas como Mad monster party (Jules Bass, 1967) o la muy reciente Hotel Transilvania (Genndy Tartakovsky, 2012) no es definitivamente lo suyo. Los talentosos Alan Moore y Kevin O’Neill lo advirtieron muy bien en su indispensable novela gráfica La Liga de los Caballeros extraordinarios (2002-2003), donde además de ser un sujeto desquiciado e inescrupuloso, Griffin –a quien llamaron Hawley Griffin– es un sociópata y un traidor a la humanidad, reclutado por los miembros del equipo cuando violaba a las estudiantes de una escuela para señoritas quienes pensaban que las agresiones eran un acto divino. Su fallida versión fílmica, dirigida en 2003 por Stephen Norrington a partir de un guión de James Dale Robinson, lo suaviza notablemente al convertirlo en el pícaro ladrón Rodney Skinner (Tony Curran), quien robó su fórmula a “un desquiciado científico”, la probó en sí mismo –con resultados nefastos- y trabaja para el gobierno británico en espera que le provean una cura. La realidad es que este cambio se debió a problemas de derechos por la película de 1933. De forma similar a la intención de Wells, el libreto que Andrew W. Marlowe escribió para El hombre sin sombra (Hollow man, Paul Verhoeven, 2000) nos presenta la locura gradual del científico Sebastian Caine (Kevin Bacon), quien termina por violar a una mujer a la que espía y no duda en matar a los que se oponen a sus propósitos. Todo con los flamantes efectos digitales del momento, que le valieron una nominación a los prestigiados premios Óscar ese año.
Sigo en espera de ver una nueva versión en la pantalla grande que haga justicia a la obra de Wells, que sin duda tiene aún mucho por ofrecernos. Pero escuchemos lo que tiene que decir el propio Griffin sobre su procedimiento. Eso será la siguiente semana.
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Roberto Coria es investigador en literatura y cine fantástico. Imparte desde 1998 cursos, talleres, ciclos de cine y conferencias sobre estos mundos en diversas casas académicas. Es asesor literario de Mórbido. Escribió las obras de teatro “El hombre que fue Drácula”, “La noche que murió Poe” y “Renfield, el apóstol de Drácula”. Condujo el podcast Testigos del Crimen y escribe el blog Horroris causa. En sus horas diurnas es Perito en Arte Forense de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal.