
por Roberto Coria
Una interrupción que la ocasión exige, aunque el artista que la inspira tiene dos roces con los vampiros de los que he hablado en semanas anteriores.
“Pero ni siquiera lo conociste. Ni era tu familiar”, son expresiones que pueden decirte muchos al ver tu reacción por la muerte física de una persona. De alguna forma, esas observaciones son comprensibles. Me encontraba instalado en la placidez de una tarde del pasado domingo cuando mi amada me comunicó una noticia que leyó en las redes sociales: “murió el papá de Freddy”. Al principio no comprendí las palabras, pero al abundar en la información, y luego de corroborarla en varias fuentes con la esperanza de que se tratara de una broma, me invadió un profundo pesar. Se refería al deceso de Wes Craven, cineasta indispensable de mi educación sentimental. La conmoción fue primero por lo inesperado del anuncio –pocas muertes son anticipadas y no tenía conocimiento de su reciente situación-, luego por enterarme de las circunstancias que rodearon su partida, víctima de cáncer cerebral, enfermedad terrible que consume implacablemente todo lo que toca. Dejó de respirar en su hogar californiano, rodeado de sus seres amados. Se trata de la inevitable ley de la vida, pues todos nacemos con una fecha de caducidad integrada en nuestros genes. Pero esto no hace menos doloroso el suceso. Acababa de cumplir 76 años y tenía todos los méritos que una persona entregada al género que defendió tenazmente puede alcanzar.
Podría hablar de cada uno de los títulos de su basta filmografía, casi íntegramente consagrada al horror, sobrenatural o mundano. Casi todos fueron afortunados, pero debemos reconocer con objetividad que hubieron salvedades. Así ocurre a todo creador, incluso a Martin Scorsese o Francis Ford Coppola. Desde su ópera prima La última casa a la izquierda (1972), película sanguinolenta con todo los excesos de la época que alcanzó una estatura de culto. Fue “reeelaborada” –con cuestionable gracia- en 2009. Igual de impactante fue su segundo filme, Las colinas tienen ojos (1977), odisea al infierno de una familia que viajaba por el desierto de Nevada. Recuerdo vívidamente cómo me estremeció el brutal Pluto, interpretado por Michael Berryman, actor que supo sacar partido de la rareza de la enfermedad que padece en la vida real. Su tardía secuela, a cargo del mismo Craven en 1985, no corrió con la misma suerte. No así su remake, hecho por Alexandre Aja en 2006, muestra de que no todos los “refritos” son malos.
Vinieron después cintas que no suelen ser recordadas, con excepción de La Cosa del Pantano (Swamp Thing, 1982), basada en el popular personaje de historietas. Pero la consagración definitiva llegó en 1984 en la forma de una figura que quedó indeleblemente grabada en la memoria y afectos de todos los que amamos el cine de horror. Podría escribir por horas de Pesadilla en la Calle del Infierno (sé que se llama Pesadilla en la Calle Elm, pero así la conocí y siempre me referiré así a ella), aunque no lo haré ahora por temor a extenderme. Simplemente diré que Freddy Krueger, creación de Craven, es uno de los monstruos indispensables de mi juventud. Generaciones previas de cinéfilos se maravillaron con El Fantasma de la Ópera, Frankestein, El monstruo de la laguna negra o Godzilla. Freddy pertenece a la mía. Uno de tantos aciertos de la producción fue la elección de Robert Englund para interpretar a su malvado protagonista. Sin Craven, el actor no hubiera alcanzado la posición ni el prestigio de los que ahora goza. Su despedida en las redes sociales fue justa: “Descanse en paz Wes Craven, mi director, mi amigo. Un hombre brillante, amable, gentil y muy divertido. Es un día triste en la Calle Elm y en todos lados. Lo extrañaré”.
Le siguieron especímenes memorables, de la estupenda La serpiente y el arcoiris (1988), Shocker (1989), intento por emular la talla de su espantajo más célebre, La gente detrás de las paredes (1991), La nueva pesadilla (1994), ensayo fílmico sobre los lindes de la realidad y la ficción con un dejo de nostalgia, Scream, grita antes de morir (1996), ameno estudio sobre las convenciones del cine slasher que introdujo –gracias al guión de Kevin Williamson– a Ghost Face, dignísimo heredero de Leatherface, Michael Myers y Jason Voorhees. El mismo Craven, como le enseñó su maestro Alfred Hitchcock, se da el gusto de hacer una fugaz aparición con el jersey a rayas y el sombrero que caracterizan a su hijo más famoso. Incluso se llama como él.
La marca de la bestia (Cursed) o Vuelo nocturno (Red Eye), ambas de 1995, son algunas de las obras de la etapa final de su carrera. Instalado en el prestigio, pudo endosar su buen nombre a muchas producciones, como Drácula 2000 (Patrick Lussier, 2000), participar dirigiendo el segmento Père-Lachaise –historia de amor que incluye al fantasma de Oscar Wilde– de la antología París, te amo (2006) o diseñar el Doodle del Halloween de 2008 del buscador de internet más popular. Su último trabajo, la cuarta entrega de su saga Scream (2011), tuvo una recepción desigual que no obtuvo el impacto que seguramente deseaba. Yo prefiero verla como un esfuerzo por dar sangre nueva franquicia muy redituable.
Sobre sus coqueteos con el vampirismo, está la cuestionable Un vampiro suelto en Brooklyn (1995), vehículo para el lucimiento del comediante Eddie Murphy, o su breve aparición como víctima de la vampira (Olga Kurylenko) en el corto Quartier de la Madeleine de la ya mencionada París, te amo.
Han transcurrido cuatro días desde que me enteré de su fatal desenlace. Pensé que eso haría más fácil escribir estas líneas, pero no es así. El martes pasado Radio Mórbido se convirtió en una suerte de velorio, donde muchos de sus dolientes nos reunimos, desconsolados. Wes Craven no fue un director que admitiera academicismos o persiguiera el reconocimiento de la crítica especializada. Estaba por encima de ello. Fue un gran artesano que advertía las posibilidades del horror y buscaba alcanzar los propósitos básicos del cine de horror: entretenernos y asustarnos. Siempre podremos visitarlo gracias a su vasto legado. Con un solo ejemplo, un monstruo que se encuentra a la altura de Drácula, ganó la inmortalidad definitiva. Esa es la que reamente cuenta. Trataré de pensar que mudó su domicilio a alguna de las pacíficas comunidades californianas de Springwood o Woodsbro, donde distintos tipos de horrores pueden ocurrir. Craven vivirá por siempre en nuestras pesadillas.
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Roberto Coria es investigador en literatura y cine fantástico. Imparte desde 1998 cursos, talleres, ciclos de cine y conferencias sobre estos mundos en diversas casas académicas. Es asesor literario de Mórbido. Escribió las obras de teatro “El hombre que fue Drácula”, “La noche que murió Poe” y “Renfield, el apóstol de Drácula”. Condujo el podcast Testigos del Crimen y escribe el blog Horroris causa, convertido ahora en un programa radiofónico. En sus horas diurnas es Perito en Arte Forense de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal.