por Roberto Coria

Algo del horror de la realidad, del que hace palidecer a nuestros inocentes monstruos.

Desde los sacrificios en el Coliseo romano y las decapitaciones públicas durante la revolución francesa a William Shakespeare y la tragedia isabelina, el hombre ha encontrado en el derramamiento de sangre una forma de diversión. Uno de los mejores representantes de esta cultura sanguinaria fue el Teathre du Grand Guignol, establecimiento fundado en una capilla gótica del distrito parisino de Montmartre, zona conocida en la época por el descarado ejercicio de la prostitución y su alto índice delincuencial. El foro fue abierto en el año de 1897 –mismo año de la publicación de Drácula– gracias al entusiasmo de Oscar Méténier, antiguo funcionario de la Sureté, quien escribió un repertorio de obras basadas en sus experiencias en la policía parisina, en creencias populares y la nota roja cotidiana. Homicidios, asesinatos pasionales, ejecuciones, desmembramientos, incestos, prostitución, alcoholismo y desastres naturales eran los temas más recurrentes, todo con el mayor realismo posible. “¡Más sangre, más sangre!”, eran los gritos habituales tras bambalinas. Fluidos reales, pintura del rojo más estridente y vísceras de animales que salpicaban incluso al público, eran técnicas que anticipaban los mejores momentos del cine gore. Maxa, una de las principales actrices de la compañía, reconocida como la “Gran Sacerdotisa del Templo del Horror”, aseguró haber sido asesinada más de diez mil ocasiones, ultrajada más de trescientas, descuartizada, destripada y devorada por un puma para entretenimiento del público. El teatro se convirtió en un éxito contundente que garantizaba por función el desmayo de al menos dos espectadores. Fue una visita obligada para todo turista, una atracción al nivel del Museo de Louvre o la torre Eiffel. Pero los horrores de la realidad eventualmente triunfaron sobre los horrores de la imaginación. Tras la ocupación de Paris por la Alemania nazi, el teatro fue cerrado por promover valores negativos. Colmo de las ironías.

Esta introducción no es ociosa; es muy necesaria para comprender el espíritu de la puesta en escena escrita y dirigida por Héctor Reyes –viejo conocido y colaborador de Mórbido- que vi la semana pasada en el Centro Cultural de la Diversidad de esta Ciudad de México. Lo primero que admiré de ella fue su valentía, pues lucha –como muchos creativos- con el viejo prejuicio hacia estos temas que asegura que glorifican las partes más oscuras del ser humano. Esto se extiende naturalmente a las artes escénicas. En un penoso ejercicio de honestidad, son pocas las compañías en el país que se dedican a explorar los territorios del miedo y la imaginación. Los más añejos y constantes son los trabajos de Eduardo Ruiz Saviñón y su Teatro Gótico. A él se suman, con dignidad y entusiasmo, los esfuerzos de Fobos, una compañía de reciente nacimiento influenciada por Méténier y otros baluartes de esta vertiente. La puesta en cuestión, El último beso, nos muestra el lado más enfermo y terrible del amor. En una habitación de hotel, una doctora (Erika Arlahé) y una enfermera (Laura Arenas) nos presentan la historia de Henri (Alejandro Rodríguez Castillo) y Jeanne Jeanne (Diana Nolan). Los dos tenían la intención de contraer matrimonio, pero cuando él rompe el compromiso la mujer, presa de celos, frustración y rabia, le arroja ácido en la cara, con los previsibles y nefastos resultados. El autor aprovecha para disertar sobre las formas en las que puede degradarse una relación de pareja, la obsesión y el deseo de venganza, todos comprensibles en una situación extrema.

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La obra terminó ayer sus presentaciones, pero Reyes prometió que regresaría el mes de noviembre. Y no sólo eso, sino que me anticipó un proyecto al que, como sus personajes, deseo hincarle el diente. Le auguro una venturosa carrera.

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Agradezco a Karla Esquivel y al mismo Héctor Reyes por suministrarme las fotografías que aderezan este texto.

Roberto Coria es investigador en literatura y cine fantástico. Imparte desde 1998 cursos, talleres, ciclos de cine y conferencias sobre estos mundos en diversas casas académicas. Es asesor literario de Mórbido. Escribió las obras de teatro “El hombre que fue Drácula”, “La noche que murió Poe” y “Renfield, el apóstol de Drácula”. Condujo el podcast Testigos del Crimen y escribe el blog Horroris causa, convertido ahora en un programa radiofónico. En sus horas diurnas es Perito en Arte Forense de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal.